“En los helados montes de Arcadia, entre
las hamadríades de Nonacris, hubo una náyade muy famosa, las ninfas la
llamaban Siringe. Más de una vez ella había burlado a los sátiros que la
perseguían y a cualquiera de los dioses que contiene el sombrío bosque y
el fértil campo; rendía culto a la diosa Ortigia con sus aficiones y
con la propia virginidad; también ceñida a la manera de Diana podría
engañar y podría ser considerada la Latonia, si no fuera porque el arco
de ésta era de cuerno y el de aquélla de oro; aun así engañaba. Cuando
ella volvía de las colinas del Liceo la ve Pan y, con su cabeza ceñida
por agudas hojas de pino, le dice las siguientes palabras:…” Le faltaba
decir las palabras y que la ninfa, depreciadas las súplicas, había
escapado por lugares intransitables, hasta que llegó junto a la
tranquila corriente del arenoso Ladón: que aquí ella, al impedirle las
aguas su carrera, rogó a sus transparentes hermanas que la transformaran
y que Pan, cuando pensaba que ya se había apoderado de Siringe,
agarraba las cañas de pantano en lugar del cuerpo de la ninfa, y,
mientras suspiraba allí, los vientos movidos dentro de la caña
produjeron un sonido suave y semejante a la queja; que el dios,
cautivado por el arte nuevo y por la dulzura del sonido, había dicho:
“permanecerá para mí este diálogo contigo”, y así, unidas entre sí cañas
desiguales con juntura de cera, mantuvo el nombre de la doncella.
Ovidio, (43 a.C.- 17 d. C.)Metamorfosis, I, 689-712.
Traducción de Consuelo Álvarez y Rosa Mª Iglesias.